martes, 21 de septiembre de 2010

La mangosta

La mangosta
(Cuento adaptado del “Panchatantra”. India)

Todas las mañanas salía al alba el joven leñador para trabajar en el bosque, y no regresaba hasta que se ponía el sol.
Sola quedaba su mujer todo el día en la cabaña en medio del campo, y no descansaba un momento arreglando la casa, recogiendo ramas para el fuego, preparando la comida y cuidando a su pequeñín, al que miraba y volvía a mirar, allí en su cuna, dichosa de verlo.
Era su primer hijo. Había nacido hacía unos meses y era el encanto de la joven madre. Sólo vivía para cuidarlo, y con estar a su lado y tenerlo en sus brazos se sentía feliz. Pero también le hacían sufrir pensamientos negros que no la dejaban vivir tranquila.
El agua estaba a alguna distancia de la cabaña. Ella tenía que ir a llenar los cántaros, y mientras tanto se quedaba solo el niño en su cuna. ¡Solo, allí, en medio del campo! Es verdad que allí quedaba también la mangosta, el pequeño animal de la casa, el amigo animal que vivía con ellos y los miraba con ojos buenos de cariño.
Cuando ella salía, el niño quedaba al cuidado de la mangosta, pero… ¿se podía confiar en un animal, aunque se hubiera criado en casa desde pequeño? ¿Qué sería capaz de hacer un animal, un día en que se sintiese irritado? ¿No podría tirarse sobre la criatura indefensa y hacer de ella su presa? ¡Un animal, un animal! ¡Confiar, confiar!... Y la joven madre temblaba sólo de pensarlo.
Su marido le había dicho muchas veces que se atormentaba sin motivo; que la mangosta era un manso animalito amigo, del que era injusto desconfiar; y ella se había reprochado sus malos pensamientos. Pero a pesar de todo, no podía sentirse tranquila. ¡Y si la mangosta un día!...
Una mañana bajó la mujer con el cántaro a la fuente. Allí en la cabaña quedó el niño dormido en la cuna; y la mangosta dormitaba hecha un ovillo en un rincón. De vez en cuando abría uno de sus ojillos como si vigilara.
De pronto, sin ruido, por un agujero que había entre el piso y las maderas de la cabaña se deslizó una serpiente grande y negra. Era una serpiente de cuerpo gordo y fuerte, pero lo más temible en ella era el veneno de sus colmillos.
Silenciosa y rápida se dirigió a la cuna, pero la mangosta le salió al paso de un salto. Se le puso delante con el pelo de la cola encrespado y un brillo de odio en los ojos.
Un perro o un lobo nada habrían podido frente a la serpiente. Una embestida rápida de su cabeza chata habría dejado el veneno mortal en cualquiera de esos animales fuertes, y no habrían podido resistir el abrazo de sus anillos enroscados que aprietan más y más hasta la asfixia. Y la mangosta estaba allí, el pequeño animal, frente a ella, dispuesta a no dejarla pasar…
Pero necesitaba de todo su valor para enfrentarse con la terrible boca y la mirada amenazadora.
La serpiente levantó su cuerpo como una vara y lanzó la cabeza en un ataque como una flecha. La mangosta esquivó el golpe con un brinco rápido de lado y volvió otra vez a situarse de frente. No le quitaba la vista a su enemigo; estaba encrespada, amenazaba enseñando sus dientes afilados y las uñas arañaban el suelo como cuchillas. Unas veces arqueaba el lomo y otras pegaba el cuerpo a la tierra moviendo todos sus músculos. Se veía que esperaba el momento para atacar. Y atacó de un salto, hasta hacer presa en el cuerpo de la serpiente, con la rapidez de una pelota de goma que salta. Y otro brinco más rápido aún, para librarse de la cabeza de su enemigo, que le pasó rozando.
Se enfureció más el venenoso animal, porque había sentido su carne herida; atacaba y avanzaba disparando la cabeza y la mitad de su cuerpo como una lanza. La mangosta saltaba, botaba de un lado a otro para esquivar las acometidas que venían como silbidos. Tuvo que retroceder; se agazapó; sus músculos se movían bajo la piel; sus ojos tenían puntos brillantes y rojos… Un salto que pareció de frente, pero que se desvió en ángulo, y cuando la serpiente atacó hacia aquel lado, como un relámpago le cayó la mangosta detrás de la cabeza. Hizo presa allí con sus dientes, con sus uñas, con todo su cuerpo apretado como un terrible mordisco y no soltó, y no soltó, y el cuerpo del reptil se retorcía, se levantaba, se enroscaba en fuertes sacudidas; y allí, en el cuello, detrás de la cabeza, llevaba aquel peso que le quemaba como una brasa.
Hubo un momento de ruido como de viento que barre hojas secas. Los dos animales se retorcían y se arrastraban juntos, revolcados en el polvo del suelo removido a coletazos… y al fin la lucha se fue aquietando; se fue alargando el cuerpo de la serpiente, hizo con él las últimas eses y quedó inmóvil. La mangosta continuó todavía un rato allí donde había hecho presa, sintiendo la sangre en el cuello roto de su enemigo. Luego, soltó.
Cansada, pero contenta de su victoria, miró a la cuna del niño y salió por la puerta entreabierta. Iba al encuentro de su ama. ¡Ay!... ¡Si hubiera podido decirle la alegría que sentía su corazón de animal!
Por el camino venía la mujer con su cántaro de agua en la cabeza. Al ver llegar a la mangosta, sucia de polvo, sucias de sangre las uñas y la boca y con un brillo extraño en los ojos, tuvo un sobresaltado pensamiento:
“¡Ah, dioses; ya lo temía; este animal cruel acaba de de devorar a mi niño! ¡Ay, dioses; no hay castigo bastante para tanta saña! ¡Castigo! ¡Castigo! ¡Muerte! ¡Muerte!”
Y en un momento de desesperación lanzó con fuerza su cántaro contra la mangosta, que quedó tendida en el camino.
Volaba en sus pies la madre, loca, hasta la cabaña. Entró… y su niño dormía en la cuna, y en el suelo tropezó con el cuerpo destrozado de la negra serpiente.
Lo comprendió todo la madre. Lo comprendió y miró dentro de sí sus malos pensamientos, y maldijo su cólera, que le había hecho pagar mal por bien. Y dándose golpes desesperados en el pecho y en la cabeza, corrió al camino, desolada como antes, buscando el cuerpo del fiel animal.
Y lo cogió del camino y lo llevó en sus brazos amorosamente hasta la cabaña, y allí hizo una cama con las telas más buenas que tenía, junto al fuego, y con caricias y dulces palabras entre lágrimas, fue la mangosta volviendo en sí, aturdida como quedó del golpe, y miraba a su ama con sus ojillos vivos y buenos y miraba a la cuna del niño.
Cuando el leñador volvió ya de noche, encontró a la madre llorando de alegría, sentada junto al fuego, con la mangosta y con el niño en brazos.

(Recogido en “Pueblos y leyendas”. Compilación de H. Almendros. Editorial Teide)

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